El monasterio de la Inmaculada Concepción, destinado en un principio a monjas de Santa Clara y habitado finalmente por Agustinas Recoletas, fue el primer vergel recoleto femenino plantado en tierras navarras. Desde que el capítulo provincial de la Provincia agustiniana de Castilla, celebrado el año de 1588 en la imperial Toledo, mandara en una de sus determinaciones erigir conventos masculinos y femeninos, en los que se viva con la mayor perfección la regla y constituciones de la orden, fueron surgiendo nuevas fundaciones a lo largo y ancho de la Península.
Al primer convento de monjas recoletas de Santa Isabel, que en 1589 fundara el fraile agustino San Alonso de Orozco en la Villa y Corte, siguieron otros, cuya promotora e impulsora fue la madre Mariana de San José. Fundado en 1603 el convento de Éibar, del que la madre Mariana fue la primera priora, se establecieron en años sucesivos los de Medina del Campo (1604), Valladolid (1606), Palencia (1610) y Madrid (1612). Desde el monasterio madrileño de la Encarnación, a partir de 1631, concertó la madre Mariana con D. Juan de Ciriza la fundación del cenobio pamplonés. Tras la muerte de la venerable, surgieron otras nuevas fundaciones, de modo que a finales del siglo XVII pasaban de treinta los conventos recoletos femeninos, en los que se vivía con «toda perfección la regla que Nuestro Glorioso Padre San Agustín dio a sus monjas».
Conocida la profunda religiosidad del ilustre pamplonica D. Juan de Ciriza, Secretario de los monarcas Felipe III y Felipe IV, y los ardientes deseos de retiro y perfección de la madre Mariana, fue fácil el acuerdo entre ambas partes. La madre designó a las monjas encargadas de formar la nueva comunidad y D. Juan, ayudado de su hijo, arcediano de la catedral de Pamplona, se esforzó por que el monasterio, de nueva planta, estuviera acabado lo antes posible. Debido a la magnitud de la obra, hubo que esperar hasta 1634, en que cinco recoletas, procedentes del convento de Éibar, tomaron posesión de la nueva fundación.
Es de suponer que D. Juan de Ciriza, como siglos antes San Agustín, «entre tantos escándalos como colman este mundo», encontrara el mismo consuelo que el Santo Obispo de Hipona en el casto amor y vida santa de la comunidad de monjas recoletas, recién transplantadas a la capital del Reino de Navarra.
La dotación espléndida del convento, la aportación de las religiosas supernumerarias y las donaciones de familiares a la comunidad originaron no pocos pleitos, que turbaron la vida de las monjas. Sin embargo, el patrimonio conventual sirvió de alivio a no pocas familias navarras, tanto de la cuenca de Pamplona como de la Ribera. El capital, producto de rentas e intereses de censos, fue partido y compartido con personas pudientes y también pegujaleros y renteros. Las recoletas pusieron en circulación cantidades importantes de ducados y reales, dando a los mismos una función social, que justifica la posesión -más bien administración- de los mismos.
La frugalidad y sobriedad en todo lo personal no impidió a las Recoletas dotar a la sacristía de ornamentos y objetos para el culto divino, celebrado en la iglesia conventual con el mayor esplendor. De hecho, la celebración eucarística, la adoración del Santísimo Sacramento, la recitación de la Liturgia de las Horas y la oración mental o meditación eran el centro de sus vidas, en las que no escatimaban esfuerzos ni gastos para la mayor gloria de Dios.
Una piedad tan sólida y robusta no pudo menos de fructificar en frutos de santidad. Ya desde la fundación del monasterio los sucesivos obispos de la diócesis pregonaron la vida recogida y penitente de la comunidad recoleta, corroborada por las visitas pastorales.
Nuestras recoletas sufrieron en la propia carne los horrores y sacrificios de las guerras que asolaron la ciudad de Pamplona; en 1794 y 1808 tuvieron que abandonar el convento, convertido en hospital y cárcel por los franceses. Apenas recuperadas de la francesada y de la primera guerra carlista, fueron despojadas de sus bienes. Tras encajar los efectos de la desamortización de Mendizábal, la vida en el claustro recoleto discurrió relativamente tranquila, exceptuados los sobresaltos provocados por la guerra, los cambios de Gobierno y la legislación antieclesiástica.
Liberada la comunidad del peso que suponía la administración del patrimonio conventual, con el consiguiente movimiento y trasiego de abogados, escribanos, procuradores y capellanes administradores, pudieron dedicarse intensa y plenamente a lo único necesario, es decir, a la perfección religiosa y al trabajo que les procuraba el sustento diario, sin olvidar las sabias palabras de la Madre Mariana de San José de que la vida de recogimiento, oración y virginidad debía servir de ayuda «a la Iglesia y al pueblo de Dios en sus necesidades». Ese es el motivo de que la vida de la comunidad, a partir de mediados del siglo XIX, fuera más reposada y tranquila que en los siglos precedentes, y, sobre todo, de que la documentación escasee. Acabaron los pleitos y las solicitudes de permiso al obispado para diversas operaciones financieras, por lo que los recursos a la curia fueron espaciados y esporádicos.
El monasterio recoleto pamplonés debió su existencia a la munificencia de los marqueses de Montejaso D. Juan de Ciriza y Doña Catalina de Alvarado, su esposa. Los piadosos esposos fundaron el convento con el propósito de acoger dentro de sus muros a doncellas de la nobleza navarra, carente de recursos para procurar a las jóvenes llamadas a la vida religiosa la dote correspondiente. El marqués, residente, por su cargo, en Madrid, encargó al conquense Juan Gómez de Mora, arquitecto real, los planos del convento e iglesia. Domingo de Iriarte, maestro mayor de obras en la Corte, se desplazó a Pamplona para dirigir la obra, comenzada en septiembre de 1624. A partir de 1628, estuvo al frente de la misma Miguel de Aroche, maestro de Corella, a quien sucedió en 1632 el también corellano Lorenzo de Pedraza. La inauguración de la iglesia y convento tuvo lugar el día 4 de junio de 1634; sin embargo, todavía faltaban por edificar el noviciado y las casas de los capellanes, construidas en la plaza.
El conjunto conventual tiene gran parecido con el real monasterio madrileño de la Encarnación, también de agustinas recoletas, hasta el extremo de parecer aquel un rincón del Madrid de los Austrias. También la fachada de la iglesia es semejante a la de la Encarnación. En la parte inferior se abre el pórtico, cerrado por unas rejas de tres arcos de medio punto sobre pilares rectangulares y capiteles, obra del maestro cerrajero Joanes Errementaitegui. El cuerpo superior, sobre dos pilastras a los lados, está dotado de nicho y ventana; el resto va decorado con tableros relevados y los escudos del marqués. El remate es un frontón triangular perforado con óculo. En el nicho va la imagen pétrea de la Inmaculada Concepción, que D. Juan encargó, junto con los dos escudos, a Miguel López de Ganuza, maestro escultor vecino de Pamplona.
El templo, de una nave con crucero, es la típica iglesia conventual de los agustinos y carmelitas. En el centro se eleva la cúpula sobre pechinas, decoradas con cuatro lienzos de santos agustinos (Tomás de Villanueva, Nicolás de Tolentino, Guillermo de Aquitania y Juan de Sahagún). La iglesia contó con un primer retablo, obra del ensamblador Domingo Bidarte y de su yerno Domingo de Lussa, escultor. Ambos se obligaron en 4 de noviembre de 1629 a «trabajar el retablo mayor, con su sagrario, y dos colaterales». El pintor Vicente Carducho, residente en Madrid, que había intervenido en el retablo mayor de la Encarnación, concertó en 1632 con el marqués la ejecución de tres lienzos: uno de la Inmaculada Concepción para el retablo del altar mayor y otros dos más pequeños -de San José con el Niño y de San Antonio de Padua- para los altares laterales. En abril de 1633 se comprometieron los pintores Juan de las Heras, vecino de Asiain, y Miguel de Armendáriz, de Pamplona, a «dorar, pintar, estofar y dar acabados los retablos del altar mayor, con su sagrario, y los dos colaterales, y las figuras de escultura, de la forma y modo que las han acabado de madera Domingo Bidarte, difunto, y Domingo de Lussa, su yerno». Las imágenes eran «los bultos» de San Agustín, Santa Mónica, San Juan Bautista y Santa Catalina, más el Calvario, que remataba el retablo.
El altar de la Virgen de las Maravillas se hizo en 1674; la imagen la había traído al convento en 1665 el carmelita descalzo fray Juan de Jesús y San Joaquín.
Los altares mayor y laterales actuales son de comienzos del siglo XVIII, que costeó la recoleta pamplonica sor Fermina del Ángel de la Guarda. En 10 de febrero de 1700, siendo novicia, hizo testamento, por el que declaraba en la cláusula novena ser «mi voluntad que de los réditos que tuviere vencidos de los censos que me tocan a mí, la testadora, hasta el día de mi profesión, y demás rentas que hubiere caídas, y de lo que se fuese cobrando de los réditos que a mí me tocan, se haga capital de la cantidad que pareciere a la madre priora María Catalina de Jesús para que se emplee en hacer el retablo mayor y los dos colaterales en la forma que le pareciere». Dicho y hecho. Unos meses más tarde, en 11 de julio de 1700, la priora y consejeras concertaron en el locutorio conventual con Francisco de Gurrea, vecino de Tudela, la hechura de un retablo mayor y dos colaterales, que ha de ocupar toda la pared delantera del presbiterio y tocar en la parte superior con la bóveda. La obra fue tasada en dos mil ducados; no obstante, en 7 de noviembre de 1708, fecha de la entrega de los retablos, acordaron las monjas entregar al maestro tres mil ducados, por haber cargado con el coste «de todos los alimentos y salarios de las personas que han trabajado en poner la dicha obra en el sitio y también todo el herraje que ha sido necesario».
La imagen de la Inmaculada Concepción, que ocupa el nicho central del retablo mayor, fue obra del escultor tudelano Juan de Peralta. En septiembre de 1708 se comprometió el artista a hacer una talla por mil reales, «sirviendo de modelo para ella otra que el dicho convento tiene y añadiéndole los demás adornos que se pudiere y especialmente dos ángeles en el trono» -trátase de la Inmaculada de Pereira, encargada por las monjas a sus hermanas de la Encarnación, la cual llegó al convento pamplonés en 1649. El mismo Peralta recibió en 1712 mil reales por la imagen de San Antonio de Padua y dos tablas historiadas -la Natividad y Asunción de Nuestra Señora- para el altar mayor, más otros mil seiscientos reales que importaron «los niños y puertecillas» para los altares laterales.
El tudelano Francisco Aguirre, maestro dorador y estofador, se hizo cargo del dorado y pintura de los tres retablos. Por escritura del 17 de mayo de 1709, fue concertada la obra en dos mil ochocientos ducados, que fue entregada en 15 de agosto de 1713.
De cuanto llevamos dicho se deduce que las imágenes de San Agustín, Santa Mónica, San Juan Bautista, Santa Catalina y el Calvario, colocado en el nicho del ático, pertenecieron al primer retablo mayor. No obstante la diversa procedencia de ambos elementos, el conjunto es de gran esbeltez y suntuosidad, que no dejó de admirar A. Ponz en su paso por Pamplona (Viage de España, en que se da noticia de las cosas más apreciables y dignas de saberse, que hay en ella).
En ese bellísimo marco de la iglesia conventual celebraron las recoletas las fiestas y solemnidades del año litúrgico en todo su esplendor y belleza. Contaban para ello con ornamentos sagrados y objetos litúrgicos preciosos y un buen número de capellanes -hasta diez en el siglo XVIII-, además de abundantes tapices, colgaduras y alfombras para adornar las paredes y presbiterio del templo. Todos los años, en la función del sermón de la Soledad, en la tarde del Viernes Santo; en la octava del Corpus y en las solemnidades de San Agustín y de la Inmaculada Concepción, titular del monasterio, participaba la capilla de música de la catedral haciéndose cargo de la parte musical.
Nuestro agradecimiento al P. José Luis Sáenz Ruiz de Olalde, OAR, por este resumen de su obra Monasterio de Agustinas Recoletas de Pamplona. Tres siglos de historia. Publicado en la serie Historia con el número 112 por la Institución Príncipe de Viana, del Departamento de Cultura y Turismo del Gobierno de Navarra. Año 2004.
Información aparecida en la página de San Nicolás OAR
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